Carta de una madre
Queridos
todos: Me voy. Volveré cuando sepáis dónde están guardadas las
bolas de naftalina, cuando nuestra casa ya no tenga secretos para
ninguno de vosotros, cuando seáis capaces de descifrar los códigos
de los botones de la lavadora, cuando logréis reprimir el impulso de
llamarme a gritos si se acaba la pasta de dientes o el papel
higiénico. Volveré cuando estéis dispuestos a llevar conmigo la
corona de reina de la casa. Cuando no me necesitéis más que para
compartir.
Ya sé
que vuestro comportamiento conmigo no es más que un dejarse llevar
por mi rutina; también por eso quiero poner tierra por medio. Si me
quedo, seguiré poniéndoos todo al alcance de la mano, jugando mi
papel de omnipresente para que me queráis más.
Sí,
para que me queráis más. Me he dado cuanta de que todo lo que hago
es para que me queráis más, y eso me parece tan peligroso para
vosotros como para mí. Es una trampa para todos.
Palabra
de honor que no me voy por cansancio, aunque sea una lata dormirse
todas las noches pensando en la comida del día siguiente y hacer la
compra a salto de mata cuando vienes del trabajo y, a la larga, pesa
mucho la manía de ver siempre un velo de polvo en los muebles cuando
me siento un rato en el sofá, y la perenne atracción hacia la
bayeta y la cera. Pero no es sólo por eso. No. Tampoco me voy porque
esté harta de poner la lavadora mientras me desabrocho el abrigo ni
porque quiera estar más libre para hacer carrera en mi trabajo. No.
Hace ya mucho tiempo que tuve que elegir una perpetua interinidad en
mi profesión porque no podía compatibilizar una mayor dedicación
mental al trabajo profesional con la lista de la compra. Me voy para
enseñaros a compartir, pero sobre todo me voy para ver si aprendo a
delegar.
Porque
si lo consigo, no volveré nunca más a sentirme culpable cuando no
saquéis notas brillantes o cuando se quemen las lentejas o cuando
alguno no tenga camisa planchada que ponerse.
La
culpa de que sea imprescindible en casa es sólo mía, así que
desapareciendo yo por unos días, os daréis cuenta vosotros de que
la monarquía doméstica es fácilmente derrocable y quizá yo pueda
aprender la humildad necesaria para ser, cuando vuelva, una más
entre la plebe.
Cuando
encontréis la naftalina no dejéis de avisarme. Seguro que para
entonces yo también habré aprendido a no ser tan excesivamente
buena. Puede ser que ese día no nos queramos más, pero seguro que
nos querremos mejor. Besos. Mamá.
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